Santa Librada desde la mirada territorial

La Patrona De La Libertad

Por: Paola Cuevas

Si necesita botones, hierbas para baños dulces y amargos, grabadoras de segunda, cadenas, trapos, rellenos para peluches y almohadas o cauchos para la olla exprés, seguramente se encuentra ubicado en un barrio popular de Bogotá. Escaparates atiborrados de objetos y curiosidades tan diversas como el aroma y la forma de las flores de plástico, barrios con calles salpicadas de lo denominado “lo que está de moda”, blusas con un solo brazo, gorros pesqueros y hasta diez pares de medias por cinco mil.

La sensación de transformismo de las calles confunde a cualquier caminante. Sin embargo, la manera de ubicarse en cada barrio recae en aquella casa con fachada pasada de moda perteneciente a un o una comerciante que, con el emblema de ser su propio jefe, pone a funcionar un negocito.

Llaman mi atención esos negocios con puertas pequeñas, sin aviso, con alguna estantería gris o verde botella. Por ejemplo, una remontadora de calzado, una relojería o un agáchese y recoja. Dichos negocitos se convierten en edificios fundadores. Por eso, cada vez que me subo a la buseta, busco desesperadamente esa máquina del tiempo de cemento. Vienen a mi mente algunos viejos negocios, pero ninguno como el del barrio de mis abuelos.

Oriundos de una humilde vereda de Boyacá que con el pasar de los años probaron suerte emigrando a la capital. Mis abuelos decidieron vagar en Usme, territorio que, por su condición rural, siempre les recordó su hogar. Finalmente, se asentaron en Santa Librada, barrio céntrico entre la vía Villavicencio y la avenida Caracas. Su nombre siempre llamó mi atención, porque no me sonaba a nada conocido. Y, para mí, existe una relación entre denominación y representación, imagino que la cacica Gaitana en algún momento pasó por Suba.

Para no hacer largo el cuento, Santa librada llamó mi atención por un negocio fundador, una tienda de lanas, hilos, botones, agujas del dos, del cuatro, del seis, del siete y agujas laneras. Cosas de tejido que solo conocen mis abuelas y mis tías. La tarde que la vi pensé en regresar y preguntar por unos gramos de lana con la excusa de conocer la historia de aquel lugar. Semanas más tarde, decidí entrar y comprar quinientos gramos de lana que terminarían como ligas improvisadas para mi cabello. Allí sentada aguardaba la señora Ernestina —¿o acaso se llamaba Hortensia? No recuerdo con claridad su nombre—, una abuela de setenta y ocho años. Tuve ansias de hablar y solo fui capaz de formular una única pregunta “¿Hace cuánto tiene este negocio?”.

De su memoria, empezaron a desenhebrar relatos sobre la fundación del barrio. Recordaba la cargada de los ladrillos para hacer la iglesia, las filas para adquirir combustible para cocinar, las horas de lavado en los riachuelos cercanos, el amor colectivo entre la comunidad y la relación estrecha con aves o cangrejos que en un tiempo remoto pululaban por la ribera de la quebrada Yomasa. La mujer se expresaba conmovida, pues ella, junto con sus vecinas fueron quienes lograron levantar los cimientos del barrio Santa Librada.

Tejido de mujeres poderosas que recrean la historia de la verdadera Santa Librada. Mujeres que fueron importantes y ayudaron al surgimiento del barrio. Mito o realidad, el relato de la santa barbuda muestra cómo los hilos están unidos, sin importar el tiempo y espacio. Santa Librada no resucitó al tercer día como Jesús, ella reencarnó en lideresas sociales, feministas y madres solteras, que aún bajo una mirada machista labran y tejen su propio camino.

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